POR LILIANA COLANZI ESCRITORA BOLIVIANA, RESIDE EN LOS ESTADOS UNIDOS. AUTORA DEL LIBRO “VACACIONES PERMANENTES”
Fantasías erradas. Mucha gente busca medicamentos que la ayuden a ser más eficiente y a lidiar con el estrés. Si se prolonga, la “solución” puede generar dependencia y efectos psiquiátricos –pesadillas, temores–. La autora cuenta el inicio de su adicción cuando empezó un doctorado en los Estados Unidos y la forma en que la enfrentó.
Si alguien me hubiera dicho que iba a llegar a los treinta batallando una adicción, probablemente no lo habría creído. No porque me considerara inmune a las tentaciones, sino porque la adicción implica un compromiso con la autodestrucción del cual nunca me he sentido digna. Era mediados de 2010 y todo indicaba que sería un buen año: acababa depublicar mi primer libro y de comprar una casa en Ithaca, en el estado de Nueva York, donde me habían ofrecido una beca para estudiar el doctorado en literatura en la universidad de Cornell.
Llegué a Ithaca a mediados de agosto. Me encontré con que el dueño anterior de mi casa –un octogenario profesor de Cornell– había muerto el verano anterior dejando cajas enteras con sus pertenencias: sombreros de copa, postales enviadas desde Asia, acuarelas japonesas. Mi nuevo barrio me sorprendió consus modales de suburbio de los años cincuenta; una vecina dejó una cestita con moras y una tarjeta de bienvenida en mi puerta. Las primeras semanas estuvieron repletas de eventos sociales: asados con hamburguesas de soja –la mitad de mis compañeros eran vegetarianos–, excursiones al lago Cayuga, conciertos de música electrónica bajo el cielo de verano.
Hacia la tercera o cuarta semana, la presión académica se intensificó y empecé a familiarizarme con el lado menos amable de estudiar en una Ivy League (universidad de prestigio). En una de mis clases, el profesor asignó el Tractatus de Wittgenstein para la semana siguiente. Saqué las cuentas. Entre Wittgenstein, Los hijos de la medianoche de Rushdie y los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, debía leer alrededor de 400 páginas diarias. Se acabaron los conciertos, los asados, los fines de semana libres. Ahora, apenas terminaban las clases, todo el mundo corría a la biblioteca o a su casa. Un compañero me contó que caminaba por el campus evitando hacer contacto visual con la gente, así no tenía que detenerse a hablar con nadie y se ahorraba algo de tiempo.
En consonancia con la clase sobre naufragios que llevaba, yo también comencé a naufragar. Cumplía a duras penas con las tareas a costa de sacrificar el sueño y de vivir en perpetuo estado de angustia. El significado de lo que leía se me escapaba y en clase perdía el hilo de las discusiones. El clima tampoco ayudaba: los tonos cobrizos del otoño fueron reemplazados por un paisaje espectral de árboles desnudos que arañaban el cielo siempre encapotado de Ithaca. Poco después llegaron las nieves, y con ellas mi melancolía se acentuó.
Aterricé en el consultorio de la psicóloga con el ánimo estragado por el insomnio y con grandes medialunas bajo los ojos. La mujer, una especialista en técnicas de modificación de conducta, me presentó unas planillas en las que debía anotar con exactitud las horas que dormía, el número de veces que me despertaba y el tiempo que tardaba en volver a caer dormida. Intenté seguir ese método durante tres días hasta que lo descarté por inútil. Cuando sugerí que mi insomnio podía tener un origen emocional, la psicóloga se dio por vencida conmigo y me consiguió una visita con la psiquiatra esa misma tarde.
La psiquiatra escuchó mis síntomas y concluyó que tenía un trastorno de ansiedad con insomnio. Tampoco le interesaba escuchar: salí de su consultorio con una receta de 0.5 mg. de clonazepam –un potente ansiolítico que en Latinoamérica se vende bajo el nombre de Rivotril, Ravotril o Clonex– y Trazodone, un antidepresivo. Tomé el antidepresivo una sola vez y pasé un día observando el mundo como si me hubieran arrastrado al fondo de una piscina. El clonazepam, sin embargo, me devolvió a una relativa normalidad: empecé a dormir por las noches. Después de un tiempo, el clonazepam se convirtió en parte de mi rutina. Lo tomaba cada noche de manera automática, como otros toman vitaminas. Nunca cuestioné su uso. Después de todo, ¿quién está libre de pecado?
Algunos de mis compañeros del doctorado escribían sus ensayos a punta de Adderall, una anfetamina legal que sirve para concentrarse y aumentar la productividad.
Los tranquilizantes formaban parte del botiquín familiar desde que tengo memoria. De hecho, fue mi madre quien me dio mi primer clonazepam a los dieciocho años, antes de un examen importante (ya desde entonces me rondaba el insomnio). Dos años más tarde encontré en su mesita de noche una caja de flunitrazepam y sin dudarlo me llevé una pastilla a la boca. Desperté doce horas después –el sol del mediodía dándome a la cara– vestida con la ropa del día anterior y con una zona gris en la memoria.
Ah, el dulce olvido. El clonazepam era capaz de doblegar a la vocecita interna que me mantenía despierta, de reducirla a un murmullo inofensivo. Asumimos que la realidad es demasiado amenazadora como para a frontarla sin recurrir a la piedad química. Alberto Fuguet escribió una oda al clonazepam en la que se refiere a él como una droga “de moda, transversal, piola, unplugged, discreta”, algo “que no te hace sentir más; te hace sentir menos. Y eso, a veces, es una buena sensación”. Pero “sentir menos” de forma artificial también tiene consecuencias, y es que lo reprimido vuelve: toda la ansiedad que el clonazepam enmascara regresa como un boomerang cuando se deja de tomarlo.
Un año y medio después mi dosis había subido de 0.5 a 0.75 mg. Una vez al mes pasaba por el consultorio de la psiquiatra para recoger mi nueva receta; la visita nunca duraba más de diez minutos. Ya casi habíaolvidado cómo era dormir sin muletas químicas. Con la nueva dosis estaba agotada todo el tiempo y sentía que una gran sombra negra se había instalado sobre mi ánimo, una suerte de depresión de fondoque opacaba incluso los momentos felices. Intuitivamente, durante unas vacaciones en Bolivia supe que debía dejar el clonazepam. Estaba dispuesta a no dormir unas cuantas noches.
Sin embargo, nada me preparaba para el brutal síndrome de abstinencia que llegó al cuarto día.
Al vómito y los temblores se le sumó una intensa paranoia, un miedo irracional a la gente y a ciertos objetos. Me aterrorizaba quedarme sola, pero la idea de verme rodeada de gente me daba pánico. Cuando me duchaba creía que la ducha estaba viva y quería matarme de una descarga eléctrica. Rehuía la luz del sol porque me lastimaba los ojos. No podía comer: todo lo que me llevaba a la boca tenía el sabor metálico de la sangre. Pequeños diablitos llenaban mi campo visual. Un día vino a verme un amigo y mi primer instinto fue esconderme debajo de la cama. Creía que estaba volviéndome loca y no quería que me vieran en ese estado. Al final del sexto día estaba tan enferma que no podía salir de la cama, de modo que volví a tomar mi dosis habitual de clonazepam. En cuestión de veinte minutos, los síntomas empezaron a remitir.
Esa noche hice lo que debí haber hecho más de un año atrás, antes de seguir a ciegas el tratamiento de la psiquiatra: me conecté a Internet y busqué la palabra “clonazepam”. Me costó un buen rato asimilar la sorpresa: el clonazepam era altamente adictivo más allá de las dos semanas de uso, producía un síndrome de abstinencia más intenso y prolongado que el de la heroína, podía provocar daño cerebral, la recuperación tomaba años en algunos casos y no estaba garantizada… ¿Cómo era posible que fuera legal una droga tan peligrosa?
Surfeando la red, me encontré con un sitio web británico, The Ashton Manual. En muchos aspectos, este encuentro me salvó la vida. El sitio no sólo explicaba muy bien los síntomas que había estado padeciendo, sino que ofrecía programas detallados para descontinuar el clonazepam gradualmente. Ante todo, la página insistía en la importancia de dejar la pastilla a lo largo de varios meses, haciendo minúsculos cortes cada semana. Suspender la ingestión de manera abrupta podía causar convulsiones. La psiquiatra no me había dicho nada de eso. De hecho, la única ayuda verdadera que recibí fue a través de foros virtuales como “benzobuddies.com”, donde otros adictos a los tranquilizantes me ofrecían consejos a partir de sus propias experiencias.
Busqué a otra psiquiatra. Durante la primera cita le pasé el manual Ashton y le dejé en claro que lo único que quería era dejar el clonazepam; esta vez no aceptaría más pastillas. Tardé once meses en dejar el ansiolítico, bajo su supervisión. En ese tiempo empezaron aaflorar fobias nuevas. Cada vez más privado de clonazepam, mi cerebro era como una langosta arrojada al agua hirviendo: me estremecían los ruidos y las imágenes del mundo. Acostumbrada a viajar seguido, de repente descubrí que tenía una aversión invencible hacia los aviones o a los espacios cerrados. Las caras de los conocidos y de los extraños me sobresaltaban por igual. Un día nublado, haciendo cola en la entrada de un cine, sentí que el cielo me amenazaba: o bien se desplomaría sobre mí, o bien se revertiría la gravedad y yo saldría disparada hacia el espacio. Desde entonces, mirar al cielo me producía vértigo. Hacia el final, me acostumbré a dormir cada dos días.
Dejé de escribir. Dejé el alcohol, dejé la cafeína. Dejé a los amigos. Casi dejé la universidad. Acabé en el hospital un par de veces. Hubo muchos días en que la depresión generada por la abstinencia era tan implacable que tenía que recordarme razones para vivir. La necesidad de no ceder a un último resquicio de dignidad me impulsó a seguir dando clases durante la última parte de mi desintoxicación, aunque a veces me dieran ataques de pánico o me olvidara de lo que estaba diciendo en mitad de una oración.
Hace unas semanas que tomé mi última dosis minúscula de ansiolítico. Me gustaría poder decir que desde entonces estoy bien, que soy feliz, que me he convertido en una mejor persona. Pero el proceso de recuperación es lento y todavía sigo lidiando con el legado fóbico del clonazepam. Vivo en un mundo de miedos caprichosos. Me cuesta encontrar ciertas palabras o entender todo lo que leo. Pese a todo, hace poco volví a darme un lujo con el que no podía soñar durante los últimos meses: pensar en el futuro .
Durante meses tuve vergüenza de admitir que estaba siguiendo un programa de desintoxicación. Algunas personas me miraban con desconfianza. Mi familia todavía no comprende bien qué me pasó; les cuesta aceptar que algo así pueda suceder bajo supervisión médica. Pero desde que empecé a abordar este tema con honestidad, he descubierto que casi toda la gente que conozco está enganchada a una u otra pastilla. En la universidad no sólo se consumen drogas para divertirse sino sobre todo para pasar los exámenes, para escribir una tesis, para sobrevivir a la competencia.
El año que llegué a Cornell, tres estudiantes se suicidaron arrojándose de los puentes que hacen famosa a Ithaca. Preocupada por su reputación –el periódico USA Today llamó a Cornell “la escuela de los suicidas”– la universidad invirtió cientos de miles de dólares en ayuda psiquiátrica para los estudiantes. Sin embargo, en el tiempo que vi a la mía, nunca me preguntó por las verdaderas causas de la angustia; se limitaba a averiguar si mis problemas personales interferían con mi rendimiento académico. A veces fantaseo con vengarme de ella.
El adicto a los ansiolíticos no busca un subidón ni una revelación ni sexo ni placer; necesita las pastillas para no convulsionar. No se trata de un problema de voluntad sino de supervivencia. Es fácil temer a las drogas duras, pero la mayoría de la gente no sabe que las drogas de prescripción pueden ser tanto o más dañinas. Hace unas semanas le comenté a una amiga que acababa de ganar la larga batalla contra las pastillas. Le conté del año perdido en mi vida y de lo mucho que me estaba costando recuperarme. Nos estábamos despidiendo cuando me dijo: “¿Y qué vas a hacer con las que te sobraron?”
Fuente: http://www.clarin.com/sociedad/venci-adiccion-ansioliticos_0_871113051.html