En los Estados Unidos tres millones de niños son drogados a diario, la inmensa mayoría de ellos con estimulantes derivados de las anfetaminas. Paradójicamente, los medicamentos pretenden controlar los síntomas de una enfermedad que los hace hiperactivos: el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), o síndrome de déficit de atención (ADD, en sus siglas en inglés). Se trata de una afección de complejo y polémico diagnóstico, irregularmente extendida entre países y sexos, y que se calcula puede afectar hasta al 5% de la población estadounidense (adulta e infantil). Y para tratar la cual se está llevando a cabo en el último cuarto de siglo lo que podría considerarse como el experimento social no controlado más atroz de la historia: drogar con anfetaminas durante años a millones de niños a lo largo del periodo en el que su cerebro está creciendo y estructurándose. Lo peor es que datos recientes indican que esta medicación, que suprime algunos de los síntomas más socialmente destructivos y hace a los niños menos intratables, no tiene ningún efecto curativo a largo plazo. En la práctica esos tres millones de niños quizá no estansiendo tratados para ser curados, sino para encajar mejor en los roles sociales. Lo cual debería hacernos reflexionar sobre lo que es nuestra sociedad, y lo que es la enfermedad.
Cuando se trata de enfermedades mentales muchas veces la definición no es absoluta, sino relativa: el problema no está tanto en la mente de la persona afectada como en las relaciones entre esa mente y el resto de las personas, su entorno social. Se define lo que constituye o no enfermedad teniendo en cuenta lo mucho o poco que se acerca la mente del afectado a las del resto del grupo; en algunos casos podría hablarse más se enfermedad social que mental, porque lo que resulta afectado son las relaciones. Algo que no debe sorprender, puesto que los humanos somos primates altamente sociales, hasta tal punto que si se priva a una persona de contacto con otras personas contra su voluntad durante el tiempo suficiente, es probable que enloquezca. Los humanos nos rompemos cuando estamos solos. La interacción social es tan importante como la comida o el sueño: un componente vital de la mente humana.
Pero una cosa es que sea difícil distinguir el límite entre ir contra las convenciones sociales habituales y estar enfermo, y muy otra utilizar poderosas drogas en seres humanos en pleno proceso de crecimiento, durante años, y sin que los beneficios (ni siquiera los efectos) a largo plazo estén bien estudiados. Según comenta en el artículo el profesor L. Alan Sroufe, del Institute of Child Development (instituto de desarrollo del niño), la prescripción de drogas contra el TDAH en los últimos 30 años se ha multiplicado por 20, lo cual como poco indicaría una aterradora epidemia. Y si bien es cierto, y está más que comprobado, que fármacos como el Ritalin o el Aderall (marcas comerciales de mezclas de anfetaminas en los EE UU) mejoran la concentración de las personas en tareas repetitivas y monótonas en el corto plazo, resulta que los estudios a largo plazo no muestran mejoras. Las pastillas estarían, tal vez, ayudando a los niños hoy, pero no mejorando su prognosis a largo plazo. Y lo que es peor; no hay estudios que analicen qué otros efectos puede estar causando en el desarrollo del cerebro infantil la administración de anfetaminas durante años.
La progresión de nuestra capacidad de actuar sobre el cerebro y su funcionamiento debería hacernos pensar seriamente sobre lo que queremos, porque como en la vieja maldición puede que acabemos por obtenerlo. Quizá tengamos la capacidad de mejorar mediante la química la concentración de nuestros niños en tareas repetitivas y monótonas, pero ¿y si el problema es un sistema educativo que se basa en la repetición y la monotonía? ¿Es el individuo el enfermo, o es la sociedad y su definición de enfermedad? ¿Queremos niños y adultos que se adapten a los engranajes existentes a pastillazos, sin cuestionarnos si esos engranajes son los mejores, más humanos, o simplemente los adecuados para nuestro futuro?
Sin duda hay niños cuya falta de atención y sintomatología asociadas son patológicas, y derivan de problemas en su cerebro y en su mente que necesitan atención. Pero también cabe poca duda que tres millones de niños bajo tratamiento en solo un país hacen sospechar que la definición de esa enfermedad se ha ido de las manos, y que demasiados niños están siendo tratados simplemente para hacerlos más dóciles y menos problemáticos. Deberíamos plantearnos seriamente qué es lo que queremos y cómo obtenerlo. Y además tendríamos que tener mucho cuidado con la modificación a gran escala del cerebro de nuestros hijos por medio de la química. Incidentes como la reciente oleada de pánico en el mercado estadounidense ante los rumores sobre una escasez de Aderall en el mercado, con padres almacenando cantidades ridículas de medicación (y provocando, precisamente, la escasez temida) no invitan al optimismo.
Hay muchos intereses que presionan para extender el rango de lo enfermo, de lo que debe ser tratado médicamente, a expensas de lo que es simplemente diferente, idiosincrásico, peculiar. Cuanto mayor sea nuestro control sobre el funcionamiento del cerebro, mayores serán las presiones para definir socialmente un estado deseable y convertir en enfermedad todo lo que suponga una desviación de ese estado ideal. No faltará quien nos venda los medicamentos para ‘curar’ las desviaciones con independencia de las consecuencias, como ya estamos viendo que ocurre hoy. Disponer del poder de modificar nuestro propio cerebro, y con él nuestros propios valores, deseos y suelños, puede ser el mayor reto moral de la historia de la Humanidad, y un punto clave de nuestra evolución. Y también un desastre de proporciones incalculables, si lo hacemos mal.
Fuente: http://blog.rtve.es/retiario/2012/02/tres-millones-de-ni%C3%B1os-enfermos-cr%C3%B3nicos.html
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