Otro artículo de opinión en una óptica diametralmente distinta. En este caso el autor aboga por la vía de la legalización como medida para controlar su consumo y por añadidura los problemas ocasionados del mismo.
De su argumentación me quedaría con esta afirmación: “Los argumentos para la legalización son abrumadores. No se basan en la aprobación de las drogas, o la ignorancia en los daños que causan, o en el deseo de que aumente su consumo. Se centran en el argumento de que su regulación sería menos dañino para los que las consumen, menos nocivo para la sociedad y más barato para los contribuyentes. Nadie disputa los peligros de las drogas, sólo las mejores maneras de controlarlas”.
Pero el mismo habla de regulación. Como veis el debate está abierto y hay opiniones para todos los gustos y algunas veces encontradas.
En septiembre de 1989 Milton Friedman, el hombre cuyas opiniones sobre economía influyeron en las políticas de casi todos los gobiernos del planeta, escribió a Bill Bennett, zar de las drogas del primer presidente Bush, mientras se preparaba para una nueva fase en la “guerra contra las drogas” iniciada por el presidente Nixon 18 años antes. “Las medidas mismas a las que favorece”, escribió, “son una de las principales fuentes de los males que deplora”. Señaló cómo la ilegalidad hacía más lucrativa, no menos, a la industria de las drogas; cómo el crimen había florecido durante la prohibición del alcohol en la década de los 30 y florecería bajo los planes de Bennett, y cómo el crack tal vez nunca habría sido inventado si no hubiera sido por la guerra contra las drogas.
Friedman fue un partidario firme de la despenalización de las drogas y de regularlas, como el alcohol y el tabaco. Pero aunque los gobiernos escuchaban sus enfoques económicos, siempre ignoraron los referentes a las drogas. Muchos políticos de izquierda y derecha han aceptado los argumentos para legalizar las drogas —pero sólo antes o después de estar en su puesto. Los signatarios de un reporte publicado el 2 de junio en Nueva York, declarando que “la guerra global contra las drogas ha fracasado” y que “la penalización y estigmatización” de los consumidores de drogas deben terminar, difícilmente podría ser más impresionante.
Éstos incluyen a los ex presidentes de Brasil, Suiza y Colombia, a un ex secretario general de la ONU y a un ex secretario de estado de EU. Pero el único mandatario actual que lo acepta es George Papandreou, de Grecia, quien tiene otras cosas en su mente en este momento. Sin embargo, hay otros líderes actuales que podrían simpatizar con la idea. David Cameron dijo que “la guerra contra las drogas... se ha intentado y todos sabemos que no funciona”. Barack Obama la calificó de “un fracaso total”. Pero dijeron eso en 2002 y 2004 respectivamente, mucho antes de estar en el poder.
Los argumentos para la legalización son abrumadores. No se basan en la aprobación de las drogas, o la ignorancia en los daños que causan, o en el deseo de que aumente su consumo. Se centran en el argumento de que su regulación sería menos dañino para los que las consumen, menos nocivo para la sociedad y más barato para los contribuyentes. Nadie disputa los peligros de las drogas, sólo las mejores maneras de controlarlas.
Todas las drogas se vuelven más peligrosas cuando son prohibidas. Primero porque los consumidores no tienen protección contra su adulteración y a menudo no tienen idea de la potencia y calidad de lo que están comprando. Segundo porque los vendedores favorecen a sus formas más concentradas, que son de un tamaño más discreto y fácil de transportar y esconder.
Las drogas ilegales también son peligrosas para quienes nunca las tocan. Debido a los riesgos, los proveedores cobran precios más altos, aunque, como en muchos negocios al menudeo, los clientes nuevos obtienen ofertas de introducción. Un hábito de drogas es caro, y los adictos recurren al crimen para financiarlo. Muchos se convierten en proveedores y se unen a pandillas que, debido a que operan en un mercado no regulado, protegen su lugar en éste y fuerzan los contratos a través de la violencia.
Las cifras de la ONU, citadas en el reporte del 2 de junio, sugieren que en la década pasada el consumo anual global de opiáceos aumentó 34 por ciento, de cocaína 27 por ciento y de cannabis 8.5 por ciento. Portugal, 10 años después de convertirse en el primer país europeo en despenalizar el uso y posesión de todas las drogas ilícitas, ha experimentado sólo un leve aumento en el consumo de éstas y un descenso en el de heroína.
Los argumentos sobre las drogas ya están planteados. Cualquier cuerpo independiente que considere la evidencia llega a conclusiones similares. ¿Entonces por qué los líderes políticos se niegan a aceptar más que cambios menores a la ley, tales como balancear la cannabis entre las clases B y C? Una respuesta es que, como señala Steve Rolls, analista político de Transform Drugs Policy, las drogas han sido presentadas como una amenaza existencial y la guerra contra éstas es casi una cruzada religiosa. En la mente popular, los consumidores siempre han sido demonizados. Cualquiera que proponga terminar con la guerra se arriesga a ser caracterizado como débil y cobarde por los opositores, carente del espíritu churchilliano de “no rendirse”. La historia no ve con buenos ojos a aquellos que pierden guerras.
Pero pienso que es más profundo que eso. El control de las drogas está profundamente arraigado en el ADN del gobierno moderno. Su penalización, al menos en occidente es, casi en su totalidad, un desarrollo del siglo XX. El láudano, una tintura de opio, era de uso común en la Inglaterra victoriana, y la Coca Cola, inventada en 1886, contuvo cocaína hasta 1903. Ningún estado de EU prohibió la cannabis hasta 1915, y ésta siguió siendo legal en Inglaterra hasta los años 20, igual que la heroína y la cocaína. El aumento de los ejércitos y la producción masiva impulsaron el cambio, afectando brevemente al alcohol —EU dio los primeros pasos hacia la prohibición durante la Primera Guerra Mundial— junto con otras drogas. Nadie quería que la somnolencia se adueñase de los hombres que marchaban a la batalla o que demorara la línea de producción.
Ha llegado el momento de que los líderes políticos se armen de valor y reconsideren sus políticas. Seguramente pueden ofrecer un cambio en la regulación, no como una derrota, sino como una nueva fase en la guerra contra las drogas. Es difícil pensar en algo que pueda hacer más por aliviar la muerte, la destrucción y la miseria humanas.
Peter Wilby. Traducción: Franco Cubello. © The Guardian
Fuente: http://impreso.milenio.com/node/8969349