Como una moto. Y sin frenos. Al llegar la adolescencia, el cerebro experimenta un incremento de actividad, una agitación desacostumbrada. Aunque no todas las áreas actúan con la misma intensidad. Iniciada la pubertad, se activa el circuito del placer-recompensa, mientras que el análisis lógico llega más tarde. “Estos cambios pueden verse ya en el cerebro a través de técnicas como la resonancia magnética”, dice Alfredo Oliva Delgado, profesor titular del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Sevilla.
Una de las áreas más activas, la corteza prefrontal, es también responsable de una progresiva maduración intelectual que solo acaba pasada la adolescencia, “en torno a los 20 años”, añade Oliva. Un desfase que conduce al adolescente a vivir cierta esquizofrenia: el circuito del placer está sobreexcitado, pero la reflexión no entra en sus hábitos. Eso no significa que todo adolescente sea de por sí temerario. Simplemente reacciona de forma inmediata al estímulo, cueste lo que cueste.
Es tiempo de excesos. El mundo empieza a ser suyo y el vértigo les lleva a descubrir los paraísos artificiales, sea Internet y las redes sociales o ese cigarrillo medio clandestino apurado en la esquina del colegio. Un cigarrillo que tal vez se convierta pronto en una rutina y, quizás, una carga. Todo a la vez, y a edades más tempranas. Sea por inexperiencia o impulsividad, el consumo y abuso temprano del alcohol (responsable de frecuentes ingresos de urgencia hospitalaria) y el sexo precoz e inseguro son algunos de los riesgos más obvios que acechan al adolescente. Oliva, sin embargo, matiza: es cierto que cada vez son más precoces, lo que incrementa su vulnerabilidad ante el alcohol y otras drogas. Pero adelantarse no siempre significa engancharse. Empezar a beber más tarde no garantiza tampoco una posterior moderación. E, incluso, “algunos llegan a beber más y a desajustarse durante más tiempo”, indica.
La psicóloga del centro infanto-juvenil SINEWS Macarena Pi Davanzo antepone otros riesgos: “Uno de los problemas de salud más graves a los que se enfrentan hoy los adolescentes son los trastornos alimentarios. En la anorexia, las tasas de suicidio se elevan al 30%. No en vano se trata del trastorno mental que más adolescentes mata”, asegura.
Los trastornos alimenticios van más allá de la moda de estar delgado. “Les llega una insistente publicidad por diversos medios que les empuja a seguir unos estándares de apariencia física bastante más inalcanzables que los exigidos a generaciones anteriores, lo que les provoca una inseguridad profunda”, continúa Pi Davanzo. “A una edad en la que la identificación con el grupo es importante, esa mezcla de inseguridad y exigencia les lleva a tener conductas de riesgo en una sociedad en que parece que todo está permitido. Y en la que los padres han perdido autoridad no de forma consciente, sino porque no saben ejercerla”, agrega.
“Un trastorno alimenticio (TA) es una enfermedad psiquiátrica que tiene causas biológicas, ambientales y psicológicas”, explica Pi Davanzo. “Se inscribe en los trastornos de conducta y una de sus complejidades es que muchas adolescentes hacen suyo el diagnóstico, lo que refuerza la enfermedad”, continúa la psicóloga. “No cabe hablar de anoréxicas o bulímicas: son enfermas”, añade. Una enfermedad que suele descubrirse una vez ya instaurada, lo que dificulta el tratamiento. En la bulimia, por ejemplo, “no es igual empezar a tratarse cuando solo vomitan un par de veces por semana que cuando llevan mucho tiempo haciéndolo a diario”.
“Las dietas, tan de moda, constituyen, junto a la baja autoestima, uno de los factores de riesgo determinantes en el desarrollo de un TA”, prosigue la psicóloga. Desde luego, el TA afecta a personas de distintos sexos y edades y no solo a jóvenes. Pero “nunca se debe recomendar a una adolescente hacer dieta. Incluso en casos de obesidad, lo que hay que promover es un estilo de vida saludable”, advierte Pi Davanzo.
Los sociólogos consideran que ir de botellón o compartir un porro de forma aislada son rituales de paso ligados a la socialización. Pero no es lo mismo sumergirse en esos ritos al inicio de la adolescencia que al final. Entre los 13 y los 18 años hay un abismo. Animados por el grupo al que pertenecen, los más precoces se lanzan al primer sorbo sin desarrollar estrategias para controlar lo que beben. En el campo sexual, ensayan sus primeras experiencias porque ya hay unos pocos en la clase que presumen de haberse iniciado. Más que decidir, buscan que lo vivido se parezca a lo soñado.
Uno de cada cuatro chicos entre 15 y 29 años piensa que el botellón es algo normal, según el informe de 2008 del Instituto de la Juventud. Y estudios realizados en la Facultad de Psicología de la Universidad de Valencia establecen que un 69% de los adolescentes participa en ellos una vez al mes. “¿Cómo no van a verlo normal si ven beber a sus mayores a las puertas de bares y restaurantes?”, se pregunta una vecina que tiene junto a su domicilio un bar con terraza. Para esta madrileña, las mesas informales que surgen junto a algunos bares para que los clientes puedan fumar constituyen un botellón civilizado o legal. “Los chicos no hacen más que copiarlos de forma más o menos descontrolada”, añade.
“Hace años, cuando mi hijo era adolescente, los telediarios daban con frecuencia noticias que relacionaban a los jóvenes con el botellón”, confiesa un padre con un hijo ya en la Universidad. “Me preguntaba entonces cómo era posible que un adolescente no asociara juventud y botellón”, añade. Naturalmente, el padre no cuestiona que esas noticias fueran ciertas, pero temía las consecuencias de que este comportamiento se generalizara.
¿Qué hacen los padres ante esa marea social que asocia botellón y juerga juvenil y que da por hecho que todo chico entre 13 y 18 años verá pasar delante de sus ojos vasos gigantes de cerveza o sorprendentes mezclas baratas? Si al final del siglo pasado uno de cada cinco adolescentes admitía que se había emborrachado en el último mes, ahora uno de cada dos reconoce que abusa de la bebida. “Yo intento retrasar esa iniciación recordando a mi hija que su organismo no está preparado para metabolizar el alcohol, que le puede afectar a su desarrollo y que debe esperar a los 18 años”, dice Sara, madre de una chica de 15 años. “Y de momento me hace caso. Pero una vez que note que ha empezado a beber, más que en prohibírselo me centraré en que no abuse, animándola a un consumo moderado y responsable”, añade. Oliva propugna algo parecido: “Es fundamental inculcarles una actitud crítica que les ayude a no dejarse llevar por ese ambiente de consumo alcohólico desmedido”, señala.
Fumar ya no tiene esa función estética y misteriosa que atraía a otras generaciones, pero sigue formando parte de lo prohibido y de los ritos que dejan atrás la infancia. “Yo tardé en fumar porque no fui a clase el día en que muchos de mis compañeros empezaron a hacerlo. Me habían operado y estuve unas semanas sin ir al colegio. Cuando volví, todos fumaban. Menos yo”, recuerda una enfermera.
Uno de cada cuatro chicos entre 14 y 18 años fuma porros, según la encuesta estatal sobre drogas en enseñanzas secundarias (Estudes). Un porcentaje relativamente estable después de que en los años noventa se produjera un repunte en el consumo. Los problemas empiezan cuando ese porro de fin de semana o de las fiestas de cumpleaños pasa a ser diario, algo que le sucede al 3,2% de los adolescentes. Algunos logran durante una temporada mantener cierta doble vida ante sus padres, como una alumna que ocultaba una china en el estuche de pinturas para fumársela con sus amigos al salir de clase. Un hábito que se descubrió cuando los profesores notaron que su rendimiento bajaba a pesar de ser buena alumna, y que interrumpía las clases con comentarios graciosos o inoportunos.
Fuente: http://globovision.com/news.php?nid=225289
0 comentarios:
Post a Comment